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Legends, Tales and Poems by Gustavo Adolfo Becquer
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Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenia más que sobrada
disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase
necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para permanecer
impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular por su
belleza y sus raros atractivos.

La Azucena _del Moncayo_[1] llamábanla en veinte leguas á la redonda,
y bien merecía este sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y
tan rubia que, como á las azucenas, parecía que Dios la había hecho de
nieve y oro.

[Footnote 1: Moncayo. See p. 8, note 1]

Y sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa
castellana de Veratón[1] no era tan limpia de sangre como bella, y que
á pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro, había tenído por
madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber en estas
murmuraciones, nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don
Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su juventud, y después de
combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés,[2] del
cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo,[3] marchóse á
Palestina,[4] en donde anduvo errante algunos años, para volver por
último á encerrarse en su castillo de Veratón,[5] con una hija
pequeña, nacida sin duda en aquellos países remotos. El único que
hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza,
pues acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el
padre de Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante tiempo, sin
decir una sola palabra sobre el asunto ni á su propio hijo, que varias
veces y con muestras de grande interés, se lo habia preguntado.

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